Contra el fútbol moderno

Contra el fútbol moderno

Hemos visto esta inscripción en numerosas pancartas a lo largo y ancho de las gradas europeas, aunque quizás sea Italia el país en el que éstas más se han prodigado. Es un grito de protesta contra un fútbol convertido en un gran negocio y en el que ya no hay lugar para lealtades a las que antes estábamos acostumbrados, en el que todos dicen sentir la camiseta que llevan pero que cambian a la primera oferta que reciben. Un fútbol que es cada vez más un espectáculo y menos un deporte, en el que el criterio para tomar cualquier decisión es la audiencia televisiva (de ahí partidos programados en horarios que parecen pensados para desalentar la asistencia al estadio). Un fútbol en el que aquel concepto de jugar con chavales de la casa, formados en las categorías inferiores y que comprenden y han interiorizado los códigos de comportamiento de un determinado club, ha dejado paso a fichajes galácticos de figuras cuyo tirón publicitario pesa al menos tanto como su valía futbolística o a ojeadores que se dedican a fichar a niños preadolescentes a precios de escándalo. Un fútbol que, en definitiva, mata la afición entendida no como asistencia a un espectáculo, sino como parte importante de la identidad de cada hincha.

Ante esta deriva se alza la voz de unos cuantos románticos, probablemente condenados al fracaso, pero que al menos se quieren hacer oír. Si el fenómeno ultra es en gran medida el resultado de la necesidad para muchos jóvenes de pertenecer a un grupo que trasciende al individuo y encarna una serie de ideales que compartir hasta el final con tus correligionarios, no es extraño que haya surgido esta protesta que clama por recuperar un mayor entronque entre la hinchada, que perdura, y quienes les representan en el campo, los jugadores, cambiantes en el tiempo.

La personalidad de algunos jugadores que han sabido encarnar esta especial relación, convirtiéndose en símbolos de una hinchada, demuestra que, a pesar de todo, el fútbol no puede ser sólo un espectáculo. Los casos de Raúl en el Real Madrid, Tamudo en el Español, Puyol en el Barça o Munitis en el Racing, por citar sólo algunos de los ejemplos más claros, demuestran que aún hay algo más que los meros intereses económicos y que esa comunión hinchada-jugador aún es posible, haciendo del fútbol algo muy superior a un espectáculo de variedades.

Por cierto, el caso de Raúl merece que nos detengamos un momento. Ejemplo de entrega a su club, de trabajo constante y discreto, ha sido durante muchos años el ídolo de la afición blanca (y aún lo es). Forzado a dejar el Real Madrid fue a recalar en el Schalke 04, donde en esta su segunda temporada ya se ha convertido en el ídolo de la afición local. Su gesto tras eliminar al Inter de Milán en los cuartos de la Champions de la temporada pasada, uniéndose a los ultras del Schalke, demuestra que esto de entregarse a unos colores está en los genes de algunos jugadores que son algo más que meros profesionales.

Otros ejemplos recientes de esta sana costumbre de unión entre jugadores e hinchada son el añorado Paolo di Canio entonando el I’m forever blowing bubbles de su segundo equipo del alma, el West Ham o la polémica celebración del incombustible Gennaro Gattuso tras conquistar la Copa Italia del 2011. Que cunda el ejemplo.

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